PUBLICACIONES SOBRE EL LLUHAY
GAVIOTAS SOBRE EL LLUHAY

A mediodía,
dos gaviotas en vuelo lanzan almejas sobre el tejado del Hostal Lluhay,
a 150 metros del muelle de Ancud.
Junto al rompeolas, botes pesqueros y lanchas a punto de zarpar en búsqueda
de bacalaos.
En los cerros aledaños, ulmos, canelos, arrayanes, ciruelillos,
tepas y cohigües.
Tepús y lumas arden en la chimenea en la ya gris clausura del
verano.
El piano de cola Erard, de palo de rosa, de casi 200 años, espera
el retorno de Patricio Cid, su restaurador. Un arpa hecha por Velquén,
el Luthier chilote, expone sus cuerdas a las destrezas de los visitantes.
Un reloj de sierra arrancada de una partidora de madera marca, perezosamente,
las vacaciones. Una mesa de dos metros y medio, heredada de una casa
histórica de Queilen, al sur del archipiélago, recibe
a doce comensales, quienes prueban las tentaciones ofrecidas por Nélida
García, que renunció a 35 años de parvularia para
convertirse en una gran estimulante del pecado de la gula en la isla.
En la vastedad de la cocina humean ollas con salmones adobados con salsa
de alcaparras, choritos, almejas, cholgas y ostras. Al lado, carne con
salsa de nueces o almendras, pailas marinas y cangrejos o jaibas al
Lluhay, con leche y crema suavizantes.
El dueño de casa, Héctor Muñoz Figueroa, con tarjeta
de gentileza, rey del coloquio en Ancud, con más amigos que en
la canción de Roberto Carlos, escucha los rezongos de su victrola
de 1904, halaga los oídos de sus huéspedes con una envidiable
colección de quebradizos discos de Carlos Gardel: por una cabeza,
El día que me quieras, Soledad, la algo olvidad chacarera Gajito
de Cedrón, Criollita decí que si, Golondrina y Rubias
de New York.
Pierre Rovasio –mecánico de Air France-, Brigitte y su
hijo Yunnick, turistas franceses que se asombran que el cantor más
suprimido de la memoria de los que aman, nació en Toulouse.
El mesón del bar tiene una base rústica e inimitable:
trozos de leña desgastados de bosque de Quilar.
Sobre él, la hélice de un avión de instrucción
americano de la Segunda Guerra Mundial, donada por Don Ernesto Benavente
Charlín, piloto de pruebas e instructor de vuelo.
La economista alemana Anette Henkel –quien proyecto su trabajo
social para la Iglesia Católica de Temuco y esporádicamente
en Ancud- atiza el fuego.
El viento noreste peina el paisaje en los ventanales, frente al Pacifico,
que en invierno pierde el origen de su nombre. Los lobos retozan el
muelle, ante la mirada diferente de viejos pescadores, que salen de
madrugada con inseguro de vida.
Barbados mochileros juveniles, con pruebas ahuyentadoras de muchos días
sin ducha, golpean puertas para pedir panes, bebidas y refugio.
El ministerio de Vivienda pavimenta la calle Lord Cochrane, a orillas
del mar, lo que alimenta la llegada de turistas.
Lluhay –reptil de plata, en la mitología chilota- daba
suerte y vida eterna a quien lo poseía. Héctor Muñoz
adhiera a la creencia popular y bautizo así el calido hostal,
donde reciben en multitud de lenguas.
La tranquilidad es absoluta: casi no vivimos la realidad. En la larga
mesa familiar leeremos ejemplares del diario “Cruz del Sur”
de 1940. Grandes llamados a la fe católica y una palpitante trascripción
de pequeños telegramas de la invasión nazi a París.
Y cítricos comentarios por “La peor plaga del idioma”,
un llamado a la pulcritud y el respeto por las normas clásicas.
Adentro, Sebastián –o simplemente Tatán-, de muy
despiertos 12 años, moldea morteros de madera en su torno, suelda
mesas de fierro, se enfunda en su traje de buzo o se prepara a montar
a Roñosa, su yegua, hasta Quetalmahue, el campo de su abuelo
Héctor, a catorce kilómetros.
La paradoja es que su audacia infantil fue severamente reprimida hace
unos meses por los carabineros de Ancud: el niño conducía
en su scooter a motor en la vecindad de la Plaza de Armas. ¡Fue
detenido por manejar sin documentos! El mayor Quitral le informo a Roxana,
su madre, que sólo cuando el pequeño cumpla la edad requerida
por ley -18 años- podrá llevar ese vehiculo… que
se vende en las jugueterías.
A cuatro kilómetros del centro, el naciente camping Lluhay en
la playa de Lechagua: con estacionamientos, baños, fogón
protegido y curanto chilote que preparan Soledad y Juan, sus socios.
A metros del puente Quilo, el museo arqueológico. Esfuerzo personal
de Serafín González, campesino y pescador. Bajo un humilde
techo de paja y una alambrada rustica, restos de ballenas y cachalotes,
de 20 metros de largo. Aves y peces disecados. Piedras milenarias. Madera
fosilizadas. Una gigantesca tortuga… con ojos de cristal. Espera
la visita de arqueólogos y antropólogos y apoyo de la
municipalidad o museo.
A mediatarde, el cielo estalla en furia de nubes. Las olas son arcos
atrevidos sobre el muelle. Los arrayanes se quebrajan bajo el imperio
del viento. En el tejado, las dos gaviotas vuelven a buscar sus almejas
ya abiertas.
Enrique Ramírez Capello
Presidente del Colegio de Periodistas de Chile.
EFECTO HÉCTOR
Héctor se sienta habitualmente a la cabeza de la larga mesa, mirando al océano desde el amplio ventanal que delimita el Hostal Lluhay. Su mujer, Nelida, está preparando en la cocina unas tortillas deliciosas que Lugo servirá como suntuoso desayuno o con el té de sobremesa.

El Hostal Lluhay está en Ancud, primera ciudad que encuentras llegando a al isla chilena de Chiloé, y ser allí huésped representa una experiencia única que no se olvida.
La gran amabilidad de Héctor y Nelida crea una ambiente de extraordinaria amistad, en que el pianista local o un guitarrista ocasional darán para vosotros un concierto exclusivo.
Pero hemos llamado ”Efecto Héctor” a la principal atracción de este lugar, expresión que define la especial disposición que los propietarios del hostal muestran durante tu estancia, consiente en poner en comunicación, independientemente de sus procedencias y lenguas, a unos huéspedes con otros.
El “Efecto Héctor” es una agradable sensación que, una vez experimentada, echamos todos de menos al reanudar el viaje, y que prolonga todavía sus ondas positivas acompañando al viajero en su itinerario. Como lo haría un buen amigo.
Roberto Tilio (Italia), Doug & Brenda Small (Cánada), Beny Harel (Israel), Sonia Holl y Kevin Heder (Francia).
Marzo 2006
HOSTAL LLUHAY
En su huerta, la fragancia de manzanas, frambuesas,
grosellas y ciruelas se fundía con el vientecillo del mar, en
la península de Queilen. En el telar, doña Candelaria
Andrade ovillaba lana para chales dobles y frazadas teñidas con
hierbas chilotas. Don Antonio García clavaba el cuchillo en el
corazón de chanchos perezosos, de gordura desmesurada. Sus hijos,
Livio y Nélida, corrían por ásperos senderos de
la península.
La pequeña no se adormilaba en el flojero de la vasta casona.
Durante dos días ayudaba a su padre a preparar 43 yocos, plato
que tienta a la gula: carne de cerdo, roscas con sabor a anís,
sopaipillas dulces y saladas, chicharrones sueltos, prietas y milcaos.
Las balanzas se ponían en riesgo.
La familia sacaba siete latas de 18 kilos cada una a sus chanchos y
los despresaban. Guardaban todo en canastos de quilineja y mimbre, asaderas
y ollas. Ella salía a hogares aledaños a regalar comida
envuelta en mantelito blanco, como en la prosa de Nicanor Molinare.
En invierno, otros vecinos imitaban el gesto. La nostalgia parece un
peligro para dietas y pasaporte al colesterol alto. "No era así:
mi abuela vivió 108 años", asegura Nélida
García.
Fue profesora durante 35.
Dejó la calidez de rostros de niños, libretas de notas
y horarios de escuela. Pero no se ancló en el sosiego de la jubilación.
Con un nuevo soplo vital creó una pequeña empresa. Hoy
es la anfitriona del hostal Lluhay de Ancud, a cien metros del muelle
de naves policolores.
En su fogón hierve el curanto: choros, cholgas, almejas, picorocos
en su concha, longanizas, cerdo que huele a humo, milcaos y chapaleles.
La carta se muda todos los días. Turistas de Chile continental
y de remotos países consumen, además, yocos, empanadas
de navajuelas y platillos internacionales.
En la chimenea crepitan tepas y lumas. A las 6 de la mañana,
Nélida, acompañada de sus fieles Antonia y Gladys, coloca
pulcras mesas con küchen, pie de limón y nueces, tortas
de chocolate y frutilla. ¡Turistas a régimen deben poner
un recurso de protección!
De pronto, una leve pasajera de Malasia se sienta frente al piano de
cola. Mozart y Chopin se integran al rumor de olas que se filtra por
los ventanales. En la cabecera de una acogedora mesa de tres metros,
Héctor Muñoz Figueroa -el dueño de casa- intenta
diálogos en multitud de idiomas y estimula a los huéspedes
con relatos costumbristas, pícaros y anecdóticos.
En el traspatio, Hugo Terucán Caileo parte leña para los
fogones. Abajo, pescadores de corvinas y buscadores de cochayuyo. Más
allá, tramperos de jaibas, barcos buscadores de bacalao y balseros.
En la noche, el acordeón de Julio Cárdenas, la guitarra
de Manuel Vera Torres y la voz de Elizabeth Myriam Rutheford recrean
melancólicas canciones chilotas y nostálgicos boleros.
Son profesores de adultos.
En el hostal Lluhay -reptil de plata en la mitología
chilota- nadie se arrepiente del mayor pecado veraniego: la dulce gula.

